En la actualidad todo ocurre a una velocidad tan rápida que es muy difícil asimilar los cambios. El tiempo, el amor y la vida, según Zigmunt Bauman, son líquidos. Todo cambia a un ritmo acelerado, pero todo sigue manteniéndose en el mismo lugar y de la misma forma. La realidad nos obliga a navegar a larga distancia pero seguimos mirando desde la misma ventana, sentados en el mismo sillón, al borde de la misma mesa y tecleando en el mismo ordenador. El avance en los medios de comunicación, las vías de la información y las nuevas generaciones de teléfonos móviles han conseguido articular una cantidad interminable de información, una organización horizontal, descentralizada, sin un control jerárquico, incluso con una jerarquía desordenada o un caos adornado con un cierto orden.
La desconfianza y el miedo, la amenaza del extraño y la presencia continua del otro crean mecanismos de defensa y autoengaño, modifican nuestra forma de vivir e inquietan la integridad de las defensas. La radicalización de los movimientos globales, incluidos los flujos migratorios, ha producido un mapa de la realidad, unas escenas, una imagen y un contexto absolutamente distintos. Vivimos en un mundo en que los antiguos peligros acechan en nuestros propios domicilios y en las calles de nuestras ciudades. En la actualidad se ha de vivir en los límites transversales de las naciones, las religiones y las culturas. Nada nos garantiza ser de una forma unívoca. Ningún principio logra que se confirme una identidad firme y sólida.
La nuestra es una época que se acerca al límite, es la época de la postmodernidad y de la sociedad postindustrial; nos movemos en el marco del postestructuralismo, el postfeminismo, el postcolonialismo, el postsocialismo y el posthumanismo. Se ve con claridad la desorientación y la perplejidad en las miradas de las personas que se asoman al abismo. Estamos más allá de todo. Vivimos al límite. Solo que seguimos al resguardo de los controles de seguridad y con un nivel suficiente de confort.
La realidad es compleja. Ruptura, quiebra y crisis son los signos del tiempo que nos ha tocado vivir. La sociedad ha quedado descompuesta. Las consecuencias de la crisis económica son devastadoras. La pobreza y la miseria se han asentado en las bases de las sociedades más avanzadas. El sistema financiero no ha resistido. Pero la crisis no se reduce a los parámetros de la economía. Los mecanismos mentales que se consolidaron en los últimos años del neocapitalismo ya no sirven. Ulrich Beck había propuesto la denominación de la sociedad del riesgo. Y en los últimos años, hemos de asumir el riesgo del que vive entre los escombros y las ruinas del presente.
A lo largo de esta travesía, nos hemos empeñado en pensar sobre el ser que vive en el inicio de una nueva época. Al preguntarnos por la inmensa diversidad del ser humano, hemos conseguido hacer una radiografía del presente, de la desorientación en que vive la humanidad, la crisis, la quiebra, la pérdida de los marcos de referencia y los medios de seguridad. Por todas partes quedan los síntomas de la destrucción y las ruinas del sistema.
Hemos recibido la pesada herencia de los campos de concentración, de la inmigración, los refugiados y la exclusión. Habitamos un mundo descentralizado y deslocalizado. Hemos perdido las raíces que nos unían a la tierra donde nacimos. En nombre de la razón y la superioridad de Occidente hemos destruido un sinfín de pueblos e innumerables culturas. Nada justifica la limpieza étnica ni los genocidios, pero se siguen produciendo con impunidad.
El individuo vive inmerso en una batalla en la que se enfrenta a una multitud indeterminada de fuerzas extrañas y contrarias entre sí. El yo es el campo de batalla. Y en su seno dominan las fuerzas del conflicto. Se mire donde se mire, el individuo, perdido y desorientado, solo ve los restos del combate. La inercia nos impulsa hacia el futuro. Nos ha tocado recoger los restos del naufragio y reconstruir la estela de un viaje necesario.
El viaje se hace más sencillo cuando una luz te alumbra.Excelente