El inicio de la escritura de este libro, y la de El olvido del logos, se remonta a la segunda mitad de la década de los setenta. El intento respondía a la necesidad de cuestionar la herencia filosófica recibida y plantear una crítica personal de la razón. Al desmontar las articulaciones del saber filosófico y el desarrollo de las grandes ideas del pensamiento occidental, aparecieron los afectos, los sentimientos y las emociones. La filosofía nos había concedido en aquella época salir de los límites estrechos de la razón para revitalizar la esfera de la vida alienada por el racionalismo.
Frente a las tendencias dominantes de la época, en este ensayo se apuesta por la necesidad de no separar la ciencia de las humanidades, se critica la excesiva preocupación por el método, se alumbra hacia la esfera de la subjetividad creadora y, de esta forma, se consigue que los límites de la razón pasen a tener relevancia y se pueda pensar la razón desde la individualidad, la singularidad, la multiplicidad, el devenir, la incertidumbre, el desorden y la heterogeneidad, que el pensamiento y el saber se puedan urdir con un tinte emocional, todo lo que antes se consideraba irracional.