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LA OBRA DE UN ESCRITOR EXILIADO

 

LA OBRA DE UN ESCRITOR EXILIADO

Para cualquier persona de cultura media, aunque no participe de la devoción ardiente de los joyceanos, viajar a Dublín significa una experiencia entrañable solo por contemplar la posibilidad de conocer la ciudad donde nació y vivió Joyce. Al parecer, y con el paso del tiempo, se ha producido una entente cordial entre la ciudad y el escritor. El novelista se ha convertido en un símbolo privilegiado que permanece presente en las calles que marcan el recorrido de Bloom. Y, sin embargo, no siempre fue así. La propaganda publicitaria esconde una realidad absolutamente distinta a las necesidades del turismo. La relación entre Joyce y la ciudad está llena de incomprensión. Joyce consideraba a Dublín el centro de la parálisis, una sociedad sifilítica y hemipléjica. De hecho, decidió exiliarse e irse de Irlanda con destino al continente europeo.

El escritor maldito, el exiliado, la persona que huyó espantada de Dublín y que no volvió a vivir nunca en Irlanda, se ha convertido por los caprichos de los turoperadores en uno de los reclamos publicitarios y turísticos por excelencia. Sería un error imperdonable ir a la ciudad y no visitar la farmacia, además de comprar el mismo jabón con aroma de limón que compró Bloom, aunque no se logre comprender el valor simbólico de ese jabón errante que va de bolsillo en bolsillo y que constituye uno de los marcadores estructurales de la novela. Es imposible volver de la ciudad sin haber oído hablar del Bloomsday.

Sin embargo, aunque se le considere un escritor irlandés, porque nació en Irlanda y porque casi todas sus novelas, relatos y obra dramática están relacionadas con Dublín, es necesario recordar que desde finales de 1904 hasta 1941, el año de su muerte, vivió de una forma continua, con la excepción de unos periodos muy cortos de tiempo en que volvió a Dublín, en el continente. Desde que salió de Dublín, acompañado de Nora Barnacle, para trabajar como profesor de inglés en la Berlitz School de Zúrich hasta el año de su muerte pasaron unos treintaisiete años. Salvo un periodo breve de tiempo que vivió en Pola, una ciudad que hoy pertenece a Croacia, y unos meses viviendo en Roma como traductor en un Banco, pasó el resto de su vida en Trieste, Zúrich y París.

Por lo tanto, para seguir considerándolo un escritor irlandés, es necesario aceptar que el nacimiento es el núcleo fundamental de la identidad de una persona, en contra de la voluntad del escritor que deseó de una forma consciente escapar de las redes de la nación, de la lengua y de la religión; para seguir, es necesario olvidar que en su casa y con sus hijos hablaban italiano y que incluso durante una etapa de su vida llegó a escribir en italiano.

John McCourt calificó el periodo de tiempo que vivió en Trieste como los “años de esplendor”, un periodo de dieciséis años, exceptuando el tiempo que duró la guerra que lo pasó en Zúrich. La vida en esta ciudad resultó ser de un interés fundamental para el novelista y para el desarrollo de su obra, no solo porque allí nacieron sus dos hijos, Giorgio y Lucía, ni siquiera porque allí escribió una parte importante de sus relatos, poesía obra dramática y novelas, sino porque allí vivió en un ambiente que contrastaba de forma radical con el monolitismo de la vida en Dublín y contra la inercia alarmante de la parálisis. En Trieste alcanzó a disfrutar de la diversidad deslumbrante de la diversidad de etnias, lenguas y de religiones, de una vida cultural rica e intensa que le permitía asistir al teatro y a la ópera con relativa regularidad.

Para un hombre educado en los jesuitas y al que la Congregación lo distinguió con la propuesta de que ingresara en la orden religiosa, aunque él lo rechazara; para un hombre que tuvo una crisis de fe intensa desde la adolescencia y que abominaba de la ortodoxia católica, así como del dominio y de la esclerosis absoluta de la Iglesia, la diversidad de religiones que conoció en Trieste le supuso un estímulo que luego trasladaría a pasajes memorables del Ulises.

Evidentemente, se puede considerar un escritor irlandés, pero, para comprender su obra, es necesario destacar su vida de exiliado, los años de sufrimiento y de pobreza, la soledad y el vacío, los problemas relacionados con la nación y la lengua, la carga de la familia y la enfermedad de su hija, todo lo cual lo obligó a la necesidad de asumir una identidad compleja.

Joyce es una de las figuras literarias más interesantes del siglo XX. Ulises es una de las novelas más editada, más leída y más abandonada; es uno de los grandes monumentos culturales de las últimas décadas. De todas formas, no se puede reducir Joyce a esta novela a pesar de la enorme trascendencia y de la gran influencia que ha ejercido en la cultura contemporánea. También escribió poesía y teatro: en 1907 publicó Chamber Music (Música de cámara); en 1927, Pomes Penyeach (Poemas a penique); y en 1918, su obra dramática Exiles (Exiliados). Aunque su tarea ensayística sea menos conocida y menos valorada, es autor de artículos de periódico y ensayos que están recogidos en un libro titulado Ensayos críticos. En cierta sintonía con Anthony Burgess se podría considerar que, en el Retrato, en el Ulises y el Finnegans, es donde se encuentra el mejor dramaturgo, el mejor poeta y el mejor crítico.

En el caso de que no hubiera escrito Ulises, el Retrato del artista adolescente seguiría estando considerado entre las mejores novelas del siglo XX. Y, entre las narraciones breves de Dublineses, se podría considerar Los muertos como uno de los relatos más interesante de los siglos XIX y XX. Además, en 1939, después de unos diecisiete años de escritura, logró publicar Finnegans Wake, una novela inclasificable que rompe los cauces normativos de la novela, que se coloca en los límites de lo posible, muy difícil de leer y prácticamente imposible de traducir.

En 1904 conoció a Nora y decidió exiliarse junto a ella. Ese año publicó los primeros relatos que, luego, darían lugar a Dublineses. Por ese mismo tiempo escribe en un cuaderno de su hermana un ensayo breve que lleva el título de Retrato del artista, un ensayo que poco después se convertiría en una novela de unas mil páginas, Stephen el héroe, y que unos años más tarde terminaría como el Retrato del artista adolescente. En 1905, nació Giorgio; y en 1907, Lucía. Este mismo año publicó Música de cámara y sufrió el primer ataque de iritis que, con el paso del tiempo, lo iba a dejar casi ciego.

Durante el periodo de tiempo que vivió en Trieste se dedicó a dar clases de inglés tanto en la Berlitz School como clases particulares; sufrió grandes dificultades, pasó auténticas penalidades, vivió en el límite de la pobreza, pero también tenía cierta tendencia a derrochar el dinero que ganaba. Y a pesar de haber tenido mala suerte y de haber sufrido mucho, encontró a varias personas que le ofrecieron ayuda económica. Ni en Trieste ni en Zúrich ni en París se puede decir que llevara una vida monástica dedicada a la escritura. Tanto Nora como Stanislaus, su hermano, protestaron en más de una ocasión, incluso de forma enérgica, porque bebía en exceso y porque llevaba una vida desordenada y de auténtico derroche. Si durante el día trabajaba, la noche solía dedicarla a beber en las tabernas, a coger borracheras tan grandes que su hermano tenía que salir a buscarlo de vez en cuando y que alguna noche durmió en la calle debido a los poderosos efluvios del alcohol. Es más, la época en que se encontró con Ernest Hemingway fue gloriosa. Las gigas en los bares, a veces en compañía de Nora, que tenía que sufrirlo, eran apoteósicas, posiblemente tan excesivas como sus escritos.

Un año como 1912 fue especialmente difícil. Llegó a un estado de pobreza profunda. La vida no fue fácil ese año ni para Joyce ni para su familia. Durante un buen tiempo contó con la ayuda de su hermano y, más tarde, de sus hermanas Eva y Eileen, aunque la concentración de personas en la casa logró acumular la tensión en el seno familiar. En cambio, 1914 fue de una importancia decisiva para Joyce, porque ese año se publicó por fin Dublineses, después de muchos años de espera, porque en febrero empezó a salir a la luz pública, y por entregas, el Retrato en la revista The Egoist, porque ese año escribió Exiliados y ese año también empezó a escribir el Ulises. En 1915 se tuvo que trasladar a Zúrich, donde vivió durante los años que duró la Primera Guerra Mundial, hasta que pudo regresar a Trieste, pero en 1920, como le pedía de forma insistente Ezra Pound, se fue a vivir a París donde escribió el Finnegans Wake.

A pesar de las grandes dificultades, también tuvo la suerte de contar con la ayuda de varias personas. En primer lugar, la ayuda valiosa de su hermano que era capaz de renunciar a satisfacer sus necesidades por colaborar con su hermano mayor. Y además hay que considerar la atención muy especial que le dedicaron, entre otros muchos, Ezra Pound, Harriet Shaw Weaber, y durante su estancia en París Eugène Jolas. Y tuvo grandes amigos de los que recibió apoyo de Ettore Schmitz, conocido como Italo Svevo, y Frank Budgen.

Cuando se piensa en Joyce se piensa de una forma inevitable y comprensible en el Ulises. Aunque el Retrato pudiera tener un gran valor por sí mismo y de hecho esté considerado por los críticos como una de las mejores novelas del siglo XX y aunque en Dublineses se pudieran encontrar algunos relatos de gran calidad, fue Ulises la novela que revalorizó toda la producción literaria joyceana anterior y la que escribió posteriormente. Es una novela que logró conferirle sentido al proceso creativo de su autor y que cambió en una gran medida la forma de entender la literatura y de concebir la creación literaria. La de Joyce fue una experiencia absolutamente singular y original.

En 1902 le entregó a George Russelll un opúsculo titulado Epiphany. Y en los primeros meses de 1903, en febrero y en marzo, le escribió a su hermano Stanislaus y le dijo que había escrito unas epifanías nuevas. A principio de 1904 tal vez no le vio sentido a seguir escribiendo esas epifanías y se dedicó a escribir un ensayo titulado el Retrato del artista y que no tardaría en convertirse en Stephen el héroe. La escritura de las epifanías no le ofrecía la garantía suficiente de originalidad y de continuidad, pero se terminó convirtiendo en las anotaciones necesarias para la construcción de las novelas posteriores. Evidentemente, hay una línea que va desde las epifanías a las novelas. Fue Russell el que le ofreció la posibilidad de escribir unas narraciones breves de carácter naturalista para publicarlas en The Irish Homestead. Ahí publicó los primeros relatos. De esta forma, se había abierto el camino del novelista. Quedaba claro que, si la aventura de los relatos se inició con la necesidad de ganar algún dinero con la publicación en la revista, Joyce terminó asumiéndolo como su proyecto literario propio.

Lo verdaderamente curioso es que empezara su carrera literaria escribiendo una especie de narración-ensayo en un cuaderno de su hermana Mabel. Alguna intuición tendría Joyce, porque este cuaderno lo acompañó hasta que se abrió el camino de su primera novela. A pesar de que la revista Dana rechazara ese escrito, parece que valoró su potencial, para que tras varias vicisitudes extrañas y con el paso de los años, se solidificara su vocación literaria en el devenir del Retrato del artista adolescente.

En 1914, además de empezar el Ulises, escribió un libro breve que se publicó de forma póstuma en 1968. Lleva el título de Giacomo Joyce, el nombre con el que se le llamaba en Italia. Y en este libro narra la posible relación con una alumna suya, no claramente identificada. La originalidad y el sentido de esta obra consiste en tener una cierta semejanza con las epifanías. En esa línea subterránea que se prolonga desde las epifanías y que constituye la experiencia creativa desde 1922 hasta 1939 aparece una novela nueva de una elevada complejidad. El fluido narrativo de Finnegans Wake intentaba conseguir el lenguaje de los sueños, un texto amplio que refleja la oscuridad de la noche y en el que se cruzan y amalgaman más de cincuenta lenguas diferentes sobre la base común de la lengua inglesa en su variación lingüística consolidada en Irlanda.

 

Leer a Joyce supone una experiencia complicada, pero estimulante. No es un escritor que facilite la tarea del lector. En su primera etapa, tanto en el Retrato como en Dublineses, sus escritos, lejos de ser realistas y naturalistas, están llenos de enigmas porque el autor dispone de otros niveles de significación que determinan el sentido de la narración. Estos enigmas suelen enriquecer el texto algunas veces con un cierto sentido onírico. Por eso, tanto la lectura de los relatos como la lectura de Ulises obligan al lector a buscar las claves que configuran el sentido oculto del texto. El lector necesita acceder a un código específico para interpretar de una forma adecuada la estructura profunda y sobreentendida desde la que se puede interpretar el texto.

Marcel Proust decía que leer es como leer en sí mismo. Y posiblemente sea verdad. Pero si radicalizamos la idea del novelista francés, podríamos añadir que es como encontrar dentro de sí el libro, o uno de los libros, que el lector lleva en su interior. Digo esto porque para leer a Joyce hay que convertirse en autor; es necesario recomponer la escritura desde su raíz, llegar a la corriente profunda que anida en cada una de sus páginas y recuperar el proceso en que se formó el hilo narrativo.

Evidentemente, toda escritura necesita al lector y sin la lectura no tendría sentido. Es una verdad de sentido común. Pero la escritura de Joyce necesita al lector de una forma diferente. Es un autor que el lector necesita reinventar cada vez que lo lee, que crea el texto conforme lo va leyendo. Es la mirada del lector la que recompone y recrea el texto joyceano desde sus raíces. Cualquier parte del Ulises, por mínima que sea, necesita un lector que la complete y le confiera el sentido que le falta. Cuando entramos a leer una novela de Flaubert o de Proust, comprendemos que la novela es perfecta, que su estructura está acabada y es completa. En cambio, al leer a Joyce se comprende que el texto no es monolítico; no viene dado como una unidad y una totalidad cerradas. En los intersticios el lector puede encontrar aberturas, resquicios abiertos por los que se puede deslizar y que le permite cambiar lo que nos trasmite. Una buena parte de la originalidad de la obra de Joyce consiste en que nos ofrece la posibilidad de imaginar todo lo que le falta y lo que sugiere, de reconstruir y recrear el texto desde sus inicios. La escritura le confiere al texto un cierto carácter inacabado. Al quedar abiertos, sus textos nos permiten seguir el recorrido desde el que se iniciaron o emprender el camino que vislumbramos. Las marcas del proceso creativo se mantienen a lo largo de la novela porque en ella permanece como un esbozo la huella activa del autor.

Con el corte tan radical que se produce entre el Ulises y el Finnegans Wake se generó un proceso complejo y acelerado de desplazamiento hacia la condensación en el uso del lenguaje. En el largo periodo de tiempo en que escribe Finnegans se produjo un estado profundo de aislamiento de la realidad y una abstracción que lo reducía al proceso de la creatividad. En realidad, era una consecuencia del proyecto de apuntar al ser oscuro que se detenía en la suciedad y el desorden de Dublín, en la belleza oscura de la realidad, en abandonarse a la creatividad solo en el plano de la expresión, en los resquicios abiertos en el lenguaje.

Si Joyce lleva al límite la lengua, el lector se ve obligado a recomponerla. Como dice Umberto Eco, “el lector está obligado a encontrar un orden y, al mismo tiempo, a darse cuenta de que hay muchos órdenes posibles”. La composición fragmentaria y laberíntica de Finnegans le permite al lector cambiar, transformar, elegir el nivel de la lectura y la interpretación que prefiere. El lector, como el propio novelista, necesita desplazarse por el texto como un nómada, con un sentido creativo, necesita poner a fermentar el lenguaje para que genere recursos expresivos insospechados.